
El ser-terapéutico
Aportes posteriores a Rogers - Enfoque Centrado en la Relación
Lic. Leonardo Galiano[1]
Lima – Perú (2015)
Por bastantes décadas, diversas escuelas psicoterapéuticas han investigado acerca de su eficacia y confiabilidad en cuanto al proceso de intervención psicológica que se les propone a las personas que acuden a consulta, y tal parece que cada enfoque posee resultados favorables desde sus propias perspectivas. Esto nos lleva a reflexionar cuál es la finalidad de la psicoterapia:
¿El cambio? ¿El desarrollo? ¿El despliegue? ¿La consciencia?
¿La responsabilidad? ¿La autenticidad? ¿La re-invención?
¿La integración? ¿La transformación del modo de relacionarnos? ¿O todo depende de la finalidad del consultante para con su vida? El psicoterapeuta debe estar atento al ritmo de cada consultante, y esto también implica estar atento a lo que realmente necesitan, por lo que se puede asumir que un único enfoque terapéutico no va a ser suficiente para todas las personas, ya que, como en muchas ocasiones sucede, no todos nos encontramos en el mismo ritmo de vida. Es por eso que resulta necesario que exista una enorme cantidad de enfoques en psicoterapia, esto sólo confirma su evolución según la diversidad de lo que las personas necesitan.
Algunos psicólogos refieren que los enfoques terapéuticos eligen a sus psicoterapeutas, y no de forma contraria, pero los diversos modelos del pasado y de hoy en día no poseen una entidad propia, son propios descubrimientos e invenciones de los seres humanos, intentos por entender nuestra naturaleza y hacer algo con el mal-estar. Los psicoterapeutas se encuentran en un enfoque que se amolda a su estilo de relacionarse, y por lo general, resulta favorable para su personalidad, pues ésta como facultad se potencializa, y por otro lado, se corre el riesgo de establecernos en lo seguro y no flexibilizar nuestra manera de ser. Conozco algunas personas que se sienten más cómodas en el modelo de Rogers porque no les gusta hablar y prefieren el silencio, es por ello que un elemento que todo psicoterapeuta ha de tener, es la flexibilidad. Los inflexibles no ven posibilidades; los que son flexibles, tienen la oportunidad de incluso ser no flexibles para luego volver a serlo. Caemos en un acto iatrogénico cuando tratamos de utilizar nuestro modelo como una misma herramienta que funciona para todos; si la herramienta fuese una brocha, no podría ayudar al clavo a experimentar su función vital en la vida. Las situaciones siempre nos sugerirán distintas formas de responder, así que resulta pertinente flexibilizar nuestra personalidad, y por ende, también nuestro modelo de intervención según la relación con cada consultante; nuestro modo psicoterapéutico se refleja en nuestra manera de relacionarnos. Esto nos revela que los psicoterapeutas Rogerianos, Freudianos, Beckianos, Frankleanos, Ericksonianos, Lacanianos, Sartreanos, etc., interpretarán lo que éstas reconocidas personas quisieron decir desde su propio filtro; sólo podrán entenderlo y aplicarlo irrevocablemente desde su marco de referencia interno, y es que cada uno, independientemente de su modelo, sólo puede intervenir desde su propia singularidad. Todo psicoterapeuta es particular, al igual que toda persona que acude a consulta.
Muchas veces ensimismarse en un paradigma terapéutico es como redundar en el mismo camino, tratando de explicar todo desde una teoría psicológica y filosófica, obstruyendo el dinamismo del profesional, ya que cuando la persona sólo presta atención a las teorías que ha aprendido, esa rigidez no le permite ser sí mismo, y a su vez, implícitamente no le permite al consultante la posibilidad de que pueda serlo. Muchos terapeutas con amplia experiencia, se ciñen a su modelo de intervención, amoldando al consultante a su teoría, convirtiendo a la persona que tienen al frente en una explicación aplicativa sobre la teoría que representan. El usar una técnica indiscriminadamente para todos los consultantes resulta iatrogénico, y esto suele suceder cuando no se toma en cuenta la relación, que siempre será distinta porque cada encuentro es único. Cuando se adaptan las personas a las técnicas y no las técnicas a las personas, se desconsidera la totalidad de la persona, tanto la del consultante como la del psicoterapeuta. He podido observar repetidas veces cuando un consultante le pregunta al profesional algo sobre él, y este opta por devolverle la pregunta, a veces de forma finamente sutil y otras de manera toscamente grosera, esto ocurre porque culturalmente entendemos que el psicoterapeuta no pueda dar su punto de vista de lo que está sintiendo y pensando en ese momento específico o compartir sus propias experiencias acerca de la vida. Esto es parte del aprendizaje que nos han inculcado: el profesional no puede ser él mismo, tiene que ser fiel al enfoque y mantenerse en su rol. La creencia de que el psicoterapeuta no puede responder las preguntas del consultante sino que más bien tiene que devolvérselas - ya que se supone que el profesional es el que siempre tiene que realizar las preguntas - es limitar el dinamismo de la persona. Una cierta cantidad de consultantes esperan una respuesta auténtica en vez de recibir de nuevo otra pregunta. He presenciado el gesto decepcionado de un consultante al no obtener una respuesta sincera del psicoterapeuta que tenía al frente, que al fin y al cabo, es también una persona. Pero también he sido expectante de cómo hay psicoterapeutas que son congruentes con la duda sincera que emerge del consultante. Recuerdo una de ellas en la que David Brazier nos estaba mostrando el modelo clásico de Rogers en una sesión, y al consultante se le ocurre preguntarle qué opinaba sobre lo que le había comentado, con respecto a la dificultad de conectarse y expresarse emocionalmente, contestándole algo similar a esto: “No sé cuál es la situación por la que pasas exactamente, puesto que no hemos hablado de ella, pero lo que puedo notar ahora es que tengo a un ser humano al frente expresando emocional y cognitivamente su preocupación, y doy las gracias por tenerte aquí y de que me permitas acompañarte en este proceso.”[2] Si todo tiene que salir como el psicoterapeuta desea, no se da espacio para lo terapéutico del encuentro; la persona que acude a consulta no va a encontrarse con el padre del enfoque donde nos formamos, sino que va a encontrarse con un ser humano que lo reciba profundamente de forma espontánea. La psicoterapia no es un interrogatorio; es el encuentro que permite re-encontrarnos con nosotros mismos. Y sino, sería pertinente preguntarse qué encuentro de mí en el encuentro con el otro, tanto el consultante como el psicoterapeuta. Pero cuando nos encontramos profundamente con el otro, encontramos algo de nosotros mismos: nuestra humanidad. Y a partir de esta, podemos permitirnos ser auténticos, abriéndose paso lo genuino
. Brazier afirma que cuando pasa algo espontáneo, surge lo terapéutico. Entonces, si estamos atentos al vínculo, seremos partícipes de la sabiduría del proceso terapéutico. Si estamos pendientes de las técnicas, nos hacemos de-pendientes de lo mecánico.
“Aprenda todas las teorías, domine todas las técnicas, pero al tocar un alma humana sea apenas otra alma humana.”
Carl Jung
Al comienzo, las corrientes psicoterapéuticas que emergían poseían una línea de trabajo particular; conductistas como Burrhus Skinner creían que la terapia se basaba en la modificación de comportamientos para reforzar la felicidad humana con el fin de aumentarla y mantener una sociedad positiva; el cognitivismo de Aaron Beck que aseveraba que el tratamiento radicaba en el cambio, y para eso hay que reestructurar las formas de pensar que generan disfunciones para adaptarnos a la sociedad; otra es el proceso analítico del pasado para integrar lo inconsciente con lo consciente, la famosa cura a través de la palabra del psicoanálisis de Sigmund Freud; la expresión emocional, la recuperación de proyecciones y el cierre de asuntos inconclusos de la terapia Gestalt de Fritz Perls; la integración de los opuestos y el proceso de individuación que intenta alcanzar al hermafrodita psicológico de la Psicología Profunda de Carl Jung; la captación de valores en cada acción, hacer consciente la visión inconsciente del ser humano, descubrir el sentido de cada momento y responsabilizarnos de nuestra existencia en la Logoterapia clásica de Viktor Frankl; etc. Todas estas con una perspectiva particular de percibir al ser humano, y por ende, de la psicoterapia. Frankl lo expresaba así: Dime qué idea tienes del ser humano y te diré qué psicoterapia haces. Pero aun así la psicoterapia que realicemos sea proporcional a la idea que tengamos de ser humano, los modelos clásicos han actualizado sus propuestas según el contexto contemporáneo, hablándose ya de hermenéutica en el Psicoanálisis, de fenomenología en el Análisis Existencial & Logoterapia, de mindfullness en el Cognitivo-Conductual y del vínculo en la conocida Gestalt Relacional. Sin embargo, hay algo que no escapa a todas las perspectivas, y es que no sólo poseemos una idea de ser humano, sino que también somos, inevitablemente, la forma en la que nos relacionamos con ellos, y conforme vaya cambiando nuestra manera de inter-actuar, proporcionalmente también lo hará nuestra percepción de lo que implica ser-humano. Por ello, en el presente, la psicoterapia relacional apuesta por este elemento como fomentador de la salud, centrándose en la forma en la que nos vinculamos, con nosotros y con las demás personas, e incluso, no sólo con los seres humanos, sino también con los otros seres sintientes que habitan la tierra; esto es, una psicoterapia centrada en la relación con uno mismo y con la vida. Este énfasis nos permite no sólo centrarnos en la persona, sino también en el mundo.
Así, la psicoterapia no se puede limitar al consultorio, sino que puede expandirse al mundo, ya que, sin duda, toda psicoterapia que no es llevada a la propia vida, es sólo un ensayo hermético. No es conveniente reducir la psicoterapia a un ambiente específico, o siendo un poco más concretos, sólo aperturar el proceso cuando recién nos hemos sentado en los sillones; si hablamos de un modelo relacional, lo terapéutico surge desde cómo nos estamos vinculando con esta persona, desde que nos saludamos hasta que nos despedimos. Resultaría absurdo que el proceso psicoterapéutico se vea enclaustrado a un entorno exclusivo, ya que el reto no sólo consiste en afinarnos para armonizar la relación con la persona que tenemos al frente, sino que también incluye la posibilidad de expandirlo a sus otras relaciones inter-personales; el mundo es una intimidad que no debe ser descuidada. Por eso, creo firmemente que el acto terapéutico puede suceder tanto en el consultorio como en las calles de la ciudad; si uno mantiene contacto con la experiencia, se les puede revelar a las personas nuevas formas de inter-actuar entre ellos mismos. Nuestro modo de ser evidencia todo el tiempo la manera en la que nos vinculamos, así, lo terapéutico puede darse en todo momento desde nuestro propio estilo relacional. Pero entonces: ¿Qué implica ser una persona terapéutica? Rogers creía que era necesario que para que exista una relación de ayuda, estén presentes las tres actitudes que proponía. Para él, era un acto curativo en sí mismo, pero es importante recalcar que este trípode actitudinal sólo podrá evidenciarse desde la naturaleza de cada persona, mediante una comunicación que surge desde las profundidades, siempre en contacto con nuestro organismo y en coherencia con la experiencia. No pretendía cambiar a sus consultantes o decirles qué aspectos de ellos mismos modificar, sino que ellos mismos podían desenvolver este des-cubrir mediante un ambiente que favoreciera dicha apertura para que puedan desarrollarse a su propia manera y a su propio tiempo.
Las primeras de estas actitudes es la Consideración Incondicional Positiva, también conocida como Aceptación Incondicional. Cuando en las calles eres considerado por una persona, algo surge, se transmite algo diferente, de la misma forma cuando uno es considerado con alguien, se saborea algo distinto en la vivencia. Pero imaginar que las personas puedan considerar la experiencia del otro y la propia, es algo que no vemos con frecuencia; llevar la consideración a la vida misma puede chocar turbulentamente con los sistemas culturales en los que vivimos, casi nadie está dispuesto a confiar en los demás ni está acostumbrado a validar lo que está ocurriendo, tanto con el otro como con uno mismo, y es natural, hay muchas cosas de la sociedad que son muy dolorosas de ver, entre ellas el sufrimiento, el sinsentido y la muerte, así que suprimir dicha experiencia resulta más cómodo para nuestro mundo individual, ignorando la sustancial profundidad de nuestra humanidad en este contacto con el mundo colectivo. Pero paradójicamente, sólo desde esa individualidad podemos generar algo diferente, no cambiando a la gente, sino cambiándonos a nosotros mismos. Nadie está acostumbrado a que validen lo que está sintiendo, así que cuando esto pasa, una sensación desconocida sucede, surgiendo una nueva inter-acción desde la insondable singularidad y ya no desde las apariencias superficiales. Recuerdo un evento que me hizo re-considerar lo importante de considerar la existencia de otro ser humano: Unas personas estaban regalando en la calle abrazos gratis, cuando de pronto se acerca una señora mayor de edad, y al abrazar a la joven le dice susurrándole al oído: “No sentía un abrazo desde hace quince años”. Imagínense el potencial terapéutico que cala en una persona mayor de edad que no ha recibido afecto en muchos años y que de pronto se sienta considerada por nosotros, por eso muchos Rogerianos también llaman a esta actitud Amor Incondicional, pero la consideración no sólo se refiere al aprecio humano[3], sino también cuando validamos lo que acontece, como por ejemplo, la tristeza de nuestros padres y lo que nos ocurre a nosotros en relación a ellos. No sólo validar a las personas, sino también sus vivencias. Pero sostener la sima de la experiencia es complejo, resulta más sencillo colocar etiquetas a lo que nos pasa en vez de ahondar en experiencias que pudiesen resultar desconocidas, por eso estamos proclives a vivir en una sociedad enmascarada. Sin embargo, es innegable que algo ocurre cuando no combatimos lo que sentimos. Nuestra experiencia nos dilata cuando no tratamos de apartarla, sino de recibirla, no esforzándonos por impedirla, sino por acogerla, no intentando negarla, sino aceptarla; cualquier lucha contra lo que nos está pasando nos demanda cierta cantidad de energía que nos mantiene propensos a agotarnos corporal-mente, como la unidad que somos. Y no solamente eso, sino que la experiencia negada puede traicionarnos en el momento menos esperado. Como analogía, si la mente fuese lo consciente y el cuerpo lo inconsciente, entonces podríamos decir: Lo que la mente calla, el cuerpo lo grita.
Este modelo humanista posee paradojas en su perspectiva, lo cual no es algo a ocultar, sino a esclarecer, ya que si la vida vendría a ser algo, sería paradojal. Una de ellas, es que se ha demostrado con investigaciones que el estilo Rogeriano es el que más modela en psicoterapia, a pesar de que otros modelos intenten modelar, parecen no lograrlo con mucho éxito como este enfoque, y parece que es justo por la intención de no llevarlo a acabo. Estas contradicciones las esbozaba Rogers desde su conocida frase: “La gran paradoja del ser humano es que cuando se acepta, recién puede cambiar.” Muchas personas se esfuerzan por cambiar, pero nadie puede cambiar algo que no acepta de sí mismo. Incluso, el querer cambiarlo con tanto esmero produce totalmente lo contrario, un endurecimiento psicológico. De la misma forma, cuando el psicoterapeuta no tiene la intención de cambiar al consultante, la persona cambia por sí misma en la relación.
La famosa Aceptación Incondicional Positiva ha llevado a ciertas confusiones que he podido presenciar, como la de: ¿Y si acepto algo que no soy? Puede ser un peligro generalizar esto, como por ejemplo, las diversas rotulaciones diagnósticas de hoy en día, surgiendo como fenómeno social el vociferar: “Soy borderline”, “Soy histérica”, “Soy bipolar”, “Soy depresivo”. Esta confusión yace en las impregnaciones culturales a las cuales hemos sido atados desde nuestra crianza familiar, según el contexto desde donde nos hemos vinculado. Muchas personas no saben si lo que sienten es algo impuesto o algo genuino, no saben si deben aceptar algo que falsamente se les ha dicho que tienen que sentir o si esa sensación es algo que surge naturalmente. Quizá lo que confunde es que se suelen utilizar rotulaciones para definir una experiencia que es mucho más compleja que un término; al de-finirla, le ponemos fin, pero la experiencia no termina en el término, sino todo lo contrario. Con Gendlin notamos cómo la experiencia está acostumbrada a ser empaquetada por una serie de pre-juicios que categorizan lo que nos sucede, siendo justamente eso lo que limita la expansión del acceso a la vivencia total; no queremos menospreciar las palabras con esto, ya que en última instancia es el medio que más utilizamos para entendernos y es parte de la experiencia, pero desde luego, sólo la persona podría comprender qué sentido tiene dicho concepto para él. Todo lo que ocurre con nosotros es algo que está aconteciendo, y por eso precisa atención, sobre todo cuando algo se asoma constantemente; una sensación recurrente es el aviso de un mensaje que re-quiere ser escuchado. Hermann Hesse decía: “No digas de ningún sentimiento que es pequeño o indigno. No vivimos de otra cosa que de nuestros pobres, hermosos y magníficos sentimientos, y cada uno de ellos contra el que cometemos una injusticia es una estrella que apagamos.”
Como se mencionaba, la Consideración Incondicional Positiva no sólo es considerar al otro tal y como es, sino que también consideras lo que nos está pasando en la relación, pero antes de aceptar lo que le pasa al otro y lo que me pasa a mí, he de preguntarme lo que le pasa, lo que me pasa y lo que nos pasa juntos. Para contactar con esto, es necesario estar atento al vínculo, y eso involucra estar presente, y para estarlo, hay que estar inter-conectados con la percepción. A esto Rogers lo denominó Empatía.
Lo primero que se entiende por empatía, es ponerse en el lugar del otro, pero esto es un ideal irrealizable. Jung decía que aunque un zapato le encaje bien a una persona, puede que a otra le ajuste o le quede flojo. Además, sólo puedo conocer al otro a través de mí, percibirlo ya implica procesarlo desde mi filtro individual, de modo que lo que yo creo y percibo que es el otro, no es más que la perspectiva de nuestra identidad. Nunca podremos ponernos totalmente en el lugar del otro, incluso mientras más creemos que lo entendemos, más cerramos la posibilidad de que su proceso se siga ampliando, ya que ese des-envolvimiento también ocurre de forma irracional, tal es así que ni el mismo consultante posee entendimiento absoluto de su experiencia. Nadie puede terminar de conocer a una persona porque ningún ser humano se ha podido comprender por completo; nuestra experiencia es infinitamente incomprensible mientras existamos. Así que resulta irónico decir que entendemos todo lo que le está pasando al otro cuando ni siquiera podemos hacer eso con nosotros mismos. Pero si no podemos entrar en el otro para experimentar por él: ¿A qué nos referimos cuando hablamos de Empatía? No se trata de estar buscando el utópico principio de predecir la conducta humana, ni de adivinar qué es lo que está sintiendo y pensando el otro, sino más bien implica conectarse con lo pre-dicho y con lo impredecible que empieza a surgir; no sólo con lo que se dice, sino también con los cimientos perceptuales que sostienen dicho discurso. La Empatía no sólo es la capacidad de contactar con las sensaciones y cogniciones que re-suenan en uno -lo que me tocó de lo que suena en el otro- sino también con-sonar, es decir, sonar en la misma sintonía, y estar en conexión con las intenciones. La Empatía no sólo se trata de estar en sincronía con el sentir y el pensar del otro, lo que se pretende hacer al tratar de aproximarnos al marco de referencia de la persona, es lograr una percepción empática. Por eso, llamar este arte como Escucha Empática es limitarnos. Considero que la empatía no sólo debería reducirse a un sentido, sino que tendría que ampliarse a todos: escucha empática, observación empática, habla empática, respiración empática y tacto empático. Estar presente implica estar conectado con todos los sentidos, y ser empático es la invitación a aperturarlos amablemente, de tal forma que se perciba receptivamente. Podríamos denominarlo Percepción Empática, pero existen dos términos referidos a este tema que me agradan mucho: la Empatía Precisa de David Brazier, y la Comprensión Empática de Carl Rogers. Entiendo la comprensión como el abarque global de lo que implica percibir a todos los niveles, no sólo en el campo corpóreo desde la percepción sensorial, sino también el campo de lo psíquico desde la percepción mental. Como psicoterapeutas, parece pertinente llegar a desarrollar una Comprensión Empáticamente Precisa. De este modo, la Comprensión Empática involucra los cinco sentidos y la forma en la que procesamos la experiencia de forma global, quizá es aquí donde Rogers hace énfasis en la herramienta llamada Chequeo de Percepciones, revisando si la propia percepción se aproxima a la percepción del otro en todos los niveles. Pero todos mis sentidos tienen que estar abiertos no sólo para sostener la experiencia, sino también para poder transmitirla en un canal que con-tenga la misma frecuencia perceptiva. No sólo ser precisos al intentar ajustar nuestra percepción al marco de referencia del otro, sino también ser precisos al momento de devolvérselo. Como psicoterapeutas, al aproximarnos al complejo mundo del otro, hay que utilizar las palabras precisas, no sólo con empatía, sino también con profundidad, tino, respeto y en el momento adecuado. Aquí se funda una de las más importantes actitudes según diversos psicoterapeutas Rogerianos y Post-Rogerianos: La Congruencia. Lo que hacemos con lo que nos pasa.
Desde ya, notamos que las tres actitudes que tanto defendió Rogers, son relacionales: No puedo aceptar lo que le pasa al otro sino acepto lo que me pasa con lo que le pasa; no puedo ser empático si no me pongo en contacto con el acontecer mutuo; y finalmente, no puedo ser congruente con mi experiencia sino está en relación con la vivencia que ambos estamos experienciando en ese momento. Si propiciamos esto, nos acercamos a nosotros mismos, una identidad más integrada y profunda que los roles sociales. Rogers, en su libro llamado El proceso de convertirse en persona[4] dice: “Si ha de ocurrir un cambio, parece imprescindible que el terapeuta sea una persona unificada, integrada o coherente en la relación. Esto significa que debe ser exactamente lo que es, y no un disfraz, un rol, una simulación…El terapeuta sólo puede ser totalmente congruente en cuanto advierte con precisión lo que experimenta en ese momento de la relación; a menos que posea un considerable grado de coherencia, es difícil que se verifique en su cliente un aprendizaje significativo.” Esto implica que lo más importante de un psicoterapeuta no son sólo sus técnicas o su rol como profesional, sino también, pero por sobre todo, la coherencia en comunicar la experiencia vincular. Si bien es importante no descuidar el terapeuta de la persona, parece que es vital utilizar la persona del terapeuta, ya que es esta presencia la que permite la unidad y la que provoca la intención.
Hay un aspecto que no se ha investigado mucho, el cual Rogers hizo mención en sus últimos escritos, considerada al parecer no sólo como una cuarta actitud, sino más bien como la base de todas las actitudes conocidas: La presencia[5]. Creo personalmente que en esta presencia radica la capacidad del acompañamiento profundo y la que decide cómo contactarse. Las relaciones humanas son como cristales, nos reflejamos en ellas; son tan frágiles, que debemos ser cuidadosos en dicho encuentro. Cuando una persona se percibe a través de nosotros, ha de encontrar un espejo limpio, uno que pueda reflejarlo tal cual es, ya que si nuestro espejo está rajado, la imagen que obtendrá de él mismo estará distorsionada por nuestros propios complejos. La misma palabra lo dice, el contacto se pre-establece con tacto. El con-tacto humano requiere de mucho tino, consideración y humildad, lograr la sensación de caminar descalzos en la habitación más íntima del otro con mucho respeto, ya que ese respeto no es sólo por una persona, sino por la conciencia y por la relación. El auténtico encuentro terapéutico genera un estado de conciencia distinto al que estamos acostumbrados ordinariamente, experienciando ambos una especie de trance, brotando la sensación de que las conciencias se con-funden, es decir, no hay claridad sobre la separación y se experimentan ambas como fundidas; lo que Andrés Sánchez Bodas llama nosotrear, sintiéndonos uno. Como si se tocara el des-horizonte donde se con-vierten[6] ambas vidas, y nada de esto podría ser posible si no estamos presentes como una totalidad. Sobre esto, Rogers esboza brevemente esta experiencia: “Cuando logro acercarme al máximo a mi íntimo e intuitivo mi-mismo, cuando de algún modo entro en contacto con lo desconocido en mí, cuando me encuentro quizás en un estado ligeramente alterado de conciencia, haga lo que haga parece rebosar propiedades curativas. En tales circunstancias, mi simple presencia es liberadora y útil a los demás. Nada puedo hacer para forzar este núcleo trascendental, mi conducta en la relación puede ser extraña e impulsiva, sin justificación racional, ni vínculo alguno con los procesos de mi pensamiento. Sin embargo, ese extraño comportamiento, de algún modo singular, acaba siendo correcto; parece como si mi espíritu interno se extendiera para alcanzar el de mi interlocutor. Nuestra propia relación trasciende y se integra a algo más amplio.” [7] La presencia es sostener y conmover, y de esta forma, el proceso terapéutico implica estar ambos con-centrados, tanto en el estar atentos como en el estar conjuntamente en nuestro centro, en este núcleo íntimo, en esta presencia donde parece que emerge todo acto curativo, en esta concentración de conciencias. Pero no sólo nos referimos a la presencia del terapeuta, sino también a la del consultante; en la psicoterapia relacional el proceso es mutuo, por eso se dice que la terapia ocurre para ambos. Se cree que es el psicoterapeuta quien contiene al otro (el que brinda la ayuda) y que es el consultante sólo el que se conmueve cuando desenvuelve su proceso (como cuando llora al contar algo muy íntimo), pero como ambas pueden suceder de forma contraria, es decir, que el consultante apoye al psicoterapeuta o que el psicoterapeuta se conmueva con lo que el otro le cuenta, podríamos decir que el sostener y el conmover no sólo es exclusivo de la individualidad (sólo del psicoterapeuta o sólo del consultante), sino de la relación entre ambos. Con-movernos se refiere a lo que nos moviliza juntos, y con-tenernos a lo que tenemos ambos en relación y a que nos tenemos uno al otro para apoyarnos. Entonces, con-tener no se refiere a retener lo que al otro le sucede, sino más bien implica sostener juntos ese proceso, ya que al acoger la humanidad del otro, nos sostenemos en nuestra condición elemental. Este es el coraje de ser psicoterapeutas, y también de ser consultantes. Dicho con-moverse sólo se puede co-fundar en el movimiento con-junto, ya que estamos unidos en lo que en ese momento se está moviendo entre nosotros. No sólo se movilizan sensaciones, percepciones, acciones y emociones, sino también pensamientos, sentimientos, intenciones e intuiciones; toda la experiencia en ese momento está cambiando por la co-influencia, es decir, ambas se encuentran en mayor movimiento.
Desde las perspectivas clásicas, se cree que el psicoterapeuta es el fomentador del cambio, por ejemplo, dentro del enfoque cognitivo-comportamental se cree que el psicólogo te cambia diciéndote lo que se tiene que hacer y lo que no; los consultantes esperan que el psicólogo los modifique. Pero desde la perspectiva relacional: ¿Qué sentido tienen entonces las psicoterapias que hablan de cambio, si la co-influencia en sí ya remite a ser modificado constantemente? ¿Para qué cambiar algo si todo siempre está cambiando? Sin duda, siguen existiendo algunos modelos que manipulan el cambio hacia lo que el psicoterapeuta cree más conveniente para su contexto cultural, como por ejemplo el modelo conductual; su tratamiento consiste en adaptar de nuevo a la persona a una sociedad que está profundamente enferma por medio de re-forzamientos, es decir, el psicoterapeuta fuerza repetidas veces a la persona, haciendo que vaya hacia donde el profesional desea. Nadie puede ser el especialista de tu vida más que tú. En estos casos, casi nadie toma en cuenta la libertad del consultante para elegir si adaptarse o alejarse del sistema industrial. Esto quiere decir que cuando se tiene la intención de lograr algo particular desde un modelo terapéutico que sólo se centra en las técnicas, no se abre paso a la libertad de la persona, y por ende, a la responsabilidad sobre su vida. Rogers decía que este enfoque no les da poder a las personas, sino que nunca se los quita. Lo mismo sucede con la libertad: El modelo relacional no les da libertad a las personas, sino que nunca se las quita; son siempre responsables de sus acciones, y por ende, de su existencia.
Afirmando esto, no pretendemos discutir la efectividad de las terapias centradas en los síntomas o en las soluciones, como en la PNL[8] por ejemplo. Cuando una persona necesita resolver un problema de carácter urgente, suelen ser las mejores opciones. Por ejemplo, cuando una persona necesita vencer su temor a viajar en aviones para cerrar un negocio importante para su futuro. Pero las reprogramaciones neurolingüísticas no se sumergen en las experiencias existenciales, tal como la búsqueda del sentido de vida y la comprensión del vacío existencial, que son fenómenos humanos que no pueden reducirse a una técnica ya que demandan una exploración vivencial profunda más que una metodología teórica establecida. Aquí se abre un debate clásico en la psicología, cuando se trata de afirmar cuál es la más efectiva; los humanistas afirman que lo que sana es el vínculo y los cognitivistas que la técnica es lo curativo. Pero lo cierto es que el acto terapéutico proviene de una unidad, y tal parece que el problema es tratar de separar la relación entre ambas; así, no es que la técnica esté por un lado y el vínculo por otro, en realidad, es lo mismo por su carácter continuo. Quedarnos sólo en la relación o usar técnicas para cualquier situación, resulta un elemento generalizado, y por ende, rígido e insuficiente para todos; no existe una técnica para tratarlo todo, ni un modo de ser específico ayudará a todas las personas, aunque finalmente, la técnica sólo puede ser dada desde la singularidad que está en relación. Esto nos re-torna a las primeras cuestiones de este artículo, que es una invitación a reflexionar cuál es la intención de la psicoterapia, ya que hay diversas ocasiones en que las intenciones del psicoterapeuta no están en con-sonancia con las intenciones del consultante. En muchas circunstancias, los deseos del psicoterapeuta provocan que los deseos del consultante sean contrarios, es por eso que muchos humanistas y existenciales refieren no tener intenciones para con el otro. No involucran la intención de que se desarrolle, de que cambie o de que sea congruente si nosotros también lo somos, sino más bien, no tener intención alguna; sólo estar muy presentes y con-centrados con las intenciones del consultante que está acudiendo a encontrarse con nosotros, con una actitud fenomenológica. Muchas veces esto produce algo en el proceso, pero también sucede que no. Por eso, hay que estar atentos cuando las tres actitudes no son suficientes, sino también cuando nuestra presencia no es la que el consultante re-quiere en ese momento de su vida. ¿Pero es posible no tener intenciones en la psicoterapia? Parece que aunque no queramos tener intenciones, tenemos la intención de no tenerlas. Aunque no queramos influir, estamos influyendo. La diferencia con las terapias ortodoxas, es que la presencia no manipula el cambio, sólo influye en él. La presencia siempre está ahí aunque no todos seamos conscientes de ella, así que igual influimos aunque no lo queramos o no lo notemos. El movimiento de uno influye en el movimiento del otro y viceversa; quizá por eso se dice que en terapia se mueven muchas cosas. De esta forma, la psicoterapia es un acto co-operativo[9]. Co-operar es lo que juntos vamos accionando. Será inevitable pues, para los psicoterapeutas de líneas relacionales, no empaparnos con nuestra humanidad. No está de más recalcar por última vez que cuando tocamos la humanidad del otro, estamos tocando algo de nosotros mismos. Es por eso que como psicoterapeutas, y sobre todo como personas, si no podemos evitar influir, al menos nos concierne preguntarnos cuáles son nuestras intenciones ante las personas que nos buscan solicitando atención y ser conscientes de la forma en la que influimos. He notado cómo al tener la intención de no tener intenciones concretas de llevar al consultante a donde a uno mejor le parece, o de no planificar qué hacer con la experiencia del otro, se le permite que desenrolle de forma espontánea su vivencia como una alfombra, que mientras más se abre, se va des-cubriendo tanto la figura como el fondo. Es decir, tener la intención de no hacernos cargo de ellos, sino de que sea la persona la que se haga cargo de su intención para con su vida.
Me gustaría acotar que en mi experiencia, siento que las intenciones más profundas de las personas que acuden a consulta, y quienes las reciben, son en el fondo las de sentirse acompañadas en este viaje de estar existiendo, no sólo por parte del psicoterapeuta como del consultante, sino en general en la vida; todos buscamos personas porque queremos sentir una compañía auténtica, encontrar los compañeros de viaje. Una persona me compartió que le agradaba las sesiones psicoterapéuticas porque podía ser ella misma, a diferencia de en su casa, donde no se lo permitían porque tenía muchas restricciones familiares, preguntándole si es que sería agradable para ella ser auténtica en todas las áreas de su vida, afirmando con emoción que sí; finalizando el proceso, me compartió que sentirse acompañada y en confianza fue crucial para ella, para reconectarse consigo misma y con la vida. Le dije que fue gracias a ella, y me respondió: “Gracias a nosotros.” No sólo ella confió en mí y yo en ella, sino como decía Rogers, confiamos en el proceso, en la relación. En otra ocasión, un consultante que vino a encontrarse conmigo, me comentó que no tenía un amigo sincero con el cual conversar, afirmaba que sus padres eran como sus mejores amigos y que confiaba mucho en ellos, pero sentía sus respuestas como regaños; quería un compañero que no lo juzgue al escucharlo y que le permita ser como realmente es. También me sucedió del otro lado cuando una madre de familia acudió por primera vez a consulta y me expresó: “No tengo a alguien con quien hablar, no tengo un amigo cercano. Les comparto algunas cosas a mis hijos pero no les puedo contar todo. Tampoco se lo puedo contar a mis amigos, ya que si les comento algo, se ponen a criticarme o a hablar de otro tema y no me escuchan.” Las personas nos buscan para poder contar con nosotros; nuestro trabajo existe porque es algo que la sociedad no puede cubrir, una necesidad tan básica como la de recibir al otro tal y como es, tanto así que tenemos que capacitar a personas para que puedan escuchar a los demás y aprender a desaprender lo que nos han impuesto, para hacer re-capacitar la conciencia. Las personas que he atendido buscan encontrarse con alguien congruente en esta sociedad tan incoherente. Es por eso que no me extraña que algunos de mis consultantes me consideren no sólo su psicoterapeuta, sino también su amigo. Al comienzo ellos mismos referían que tenían temor a que eso sucediese, pero con el transcurso del tiempo, interactuaban conmigo como una persona cercana más que como un profesional lejano. No se puede esperar otra cosa cuando dos personas comparten experiencias íntimas y se encuentran profundamente uno al otro; es innegable que así como ellos se sienten acompañados conmigo, yo me sienta acompañado con ellos.
¿Pero cómo podemos saber que un acto es terapéutico? Parece que lo primero y esencial, es la proximidad de toda nuestra totalidad. Ha de haber una proximidad perceptual, y con esto nos referimos al: Contacto visual, contacto corporal o táctil, contacto verbal, contacto sensitivo y olfativo. Para entrar en con-tacto, primero hay que mirarnos a los ojos; el acto terapéutico se intensifica en el encuentro de las miradas. La forma en que tocamos al otro es la forma en la que nos tocamos mutuamente, ya que como decía Merleau-Ponty, “tocar es el movimiento que toca y el movimiento que es tocado”[10]; no podemos tocar sin ser tocados. Además de la manera en la que tocamos al otro con nuestra mirada y con nuestro cuerpo, también hay que tener presente de qué forma nuestras palabras tocan al otro; cómo colocamos nuestra intención en cada entonación y la profundidad del contenido que elegimos. Y finalmente, cómo olfateamos las pistas que el otro nos brinda y la forma de saborear el proceso que mutuamente construimos. Así, no sólo es importante ser espontáneos desde nuestra presencia, sino que para el acto terapéutico también es crucial la intencionalidad de la percepción, es decir, la intención de nuestros sentidos entre la relación y la situación. Por eso mismo, es pertinente contextualizar el ser-terapéutico según las circunstancias. El ambiente que propuso Rogers no siempre puede articularse con el ambiente en el que viven otras personas. Hay tribus, barriadas, asentamientos humanos, cárceles, entre otros lugares donde no es aplicable este acto y no es accesible este estilo terapéutico. Así como las circunstancias son diferentes, se supondría que la dirección perceptiva y los actos intencionales de lo que es el ser-terapéutico también tendrían que revisarse.
En conclusión, este artículo propone la vía terapéutica desde una perspectiva relacional y contextual. Cualquier intento de hacer psicoterapia no emerge sino desde el vínculo y el contexto. Aquí radica una diferencia, entre hacer psicoterapia en situaciones particulares, como por ejemplo en la exclusividad del consultorio, y el ser-terapéutico, que implica llevarla a todas las relaciones humanas que experimentemos y a todo contexto que percibamos pueda ser aplicable. Es importante recalcar que no sólo es importante aprender a relacionarnos con los seres humanos, sino también con los otros seres sintientes; no solamente nada de lo humano nos es ajeno, sino que nada de la existencia lo es. Los seres humanos no son más importantes que otros seres vivos, el eco-sistema se convierte en ego-sistema, un tributo a la identidad consecuencia de la alegoría que hacemos sobre la existencia. Pero a pesar de eso, el ser humano es el único ser vivo sobre la tierra que tiene la capacidad de elegir cómo relacionarse con todos los seres que están existiendo. Como decía George Orwell: “Lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano.” Por eso, lo que se busca con ser-personas, es poder dejar salir esta presencia terapéutica, que implica utilizar la relación como vía del despliegue mutuo. Esto quiere decir que al ser uno terapéutico con el otro, también lo está siendo con uno mismo; ambos se transforman. Además, el ser-terapéutico no implica tener estas herramientas, sino serlas: no tener empatía, sino ser-empático; no tener consideración, sino ser-considerado, no tener congruencia, sino ser-congruente. No tenemos relaciones, las somos. Lo que tenemos podemos perderlo, lo que somos nunca, hasta que morimos. Esto garantiza que no se utilice el modelo de Rogers como una careta o sólo para las consultas, sino que es una invitación explícita para llevarlo a todas nuestras relaciones, por eso se le conoció como el revolucionario silencioso, quería que re-evolucionáramos[11] la forma de vincularnos con nosotros mismos y con los demás; esto es in-corporar el modelo relacional. Finalmente, este artículo no es una insinuación para convertir el planeta en un mundo Rogeriano, que se reduce a un idealismo ego-ista[12], mucho peor si se patrocina como un acto mágico lleno de luz donde todos conseguiremos amarnos unos a los otros y abrazarnos libremente, sino todo lo contrario, se trata justamente de ser anti-Rogerianos. Muchas veces encapsularnos sólo en un aspecto de la vida puede opacar nuestra espontaneidad. La luz también nos puede cegar, cercenando así el otro lado, que es la oscuridad, y para ser congruentes, es necesario ver ambos aspectos; juzgar a alguien sólo por su sombra o por su luz, es percibir sólo una cara de la moneda, en nosotros mismos y en los demás. Muchos Rogerianos aparentan ser Rogers, a pesar de que el mismo fundador de este enfoque humanista anunció que el único Rogeriano podía ser él; Carl Rogers también es una persona única e irrepetible. Pero a pesar de eso, hay muchos que siguen intentando ponerse su traje como un rol, exiliando así su autenticidad. No se trata entonces de llegar a ser como alguien, sino de volver a ser nosotros mismos. No se trata de ser Rogers, sino de ser lo que originalmente éramos en un principio. Antes de ser contaminados por toda la autoridad de la cultura social, estábamos más conectados con nuestra espontaneidad. Los niños más pequeños suelen congruentes con su experiencia, empáticos y considerados. Me han contado en muchas ocasiones cómo un niño se ha acercado donde una persona sufriendo y con una voz muy dulce y tranquila le ha preguntado: ¿Por qué lloras? O niños que se conmueven con una persona pobre en la calle, eligiendo no ingerir sus alimentos hasta que se le entregue un plato de comida a quien lo necesita. Antes de identificarse rígidamente con conceptos como “mío” y “tu-yo”[13], los niños comparten y son compasivos con las personas y los animales. La educación, a veces en vez de trans-formar, los termina por de-formar. Pero antes de que sean im-puestos los supuestos con los que se forja la identidad social, suelen ser totalmente transparentes con lo que les pasa. En una oportunidad, un niño mencionaba en voz alta: “No me gusta el olor de esa señora, huele feo.” En otra ocasión, una niña le preguntaba con curiosidad a su madre: “¿Por qué ese señor es tan ancho? Cabe en dos asientos.” Y la madre le respondió: “No lo digas así.” Su hija le volvió a preguntar inocentemente: “¿Está mal decir la verdad?” Y muy pacientemente, su madre le explicó que hay personas que se ofenden cuando señalan algo que no les gusta de ellos mismos, diciéndole: “Es como que alguien señale algo que no te gusta de ti.” Ella se quedó pensando y respondió: “No me avergüenza nada de mí. Me acepto como soy.”
Los niños suelen tener una actitud natural hacia la coherencia, ya que mientras más pequeños somos, estamos más en contacto con nuestro cuerpo, y no ocultamos nuestro sentir como cuando somos adultos, sino que justamente lo que más se evidencia es pura sensación e intuición, por no haber desarrollado aún una inteligencia intelectual tan amplia. El niño actúa en primera instancia desde su sentir más que desde su pensar, y esta inocencia se va extraviando mientras la sociedad te va diciendo más y más cómo debes pensar, sentir y actuar para ser aceptado en el sistema, y muchas veces, la única forma de hacerlo, es negando nuestra vivencia, disfrazándola como producto de mandatos familiares. Como alguna vez escuché en un hogar: “Aquí nadie puede decir lo que siente”[14], o el clásico: “Los hombres no lloran”[15]. Quizá es por eso que muchos adultos han cerrado el contacto con sus emociones, siendo esa experiencia atravesada con su propio contenido biográfico. Así es como suelen aparecer los conflictos, porque existe una diferencia entre lo que pienso e imagino que soy en relación a lo que me han dicho, y lo que siento e intuyo que soy en relación a mi experiencia primaria. Esto puedo comprobarlo en las personas que acuden a consulta, ya que repetidamente sucede que muchos pasan por una contradicción en su ser, como si su sentir y su pensar estuvieran divididos, como si no pudieran ponerse de acuerdo ambas partes. Lo describen como una batalla interna, y la verdadera lucha de muchos consiste en conciliar ambos polos, lo que en un principio era uno, recuperando así el dinamismo integral de la singularidad. Por eso, cada uno tendrá su propia manera de ser auténtico, empático y considerado. Así que no se trata de fingir ser Rogers, sino de ser nosotros-mismos y estar en constante contacto con lo que experienciamos originalmente, intentando ser coherentes con ello; esforzarnos por ser Rogers sería otra vez hacer caso a lo que los demás esperan de nosotros, queriendo ser lo que en realidad no somos. La congruencia es la actitud que nos invita a ser nosotros los que estamos con la persona, más que pretender ser como Rogers: Decir que somos Rogerianos, es lo más anti-Rogeriano que hay.
[1] Licenciado en Psicología de la Universidad de San Martín de Porres especializado en el área clínica. Psicoterapeuta Humanista-Existencial con Formación Internacional en Análisis Existencial & Logoterapia de Viktor Frankl (Asociación Peruana de Análisis Existencial & Logoterapia –APAEL), Psicoterapia Centrada en la Persona & Counseling de Carl Rogers (acreditada por Holos Sanchez Bodas – Argentina) y Psicoterapia Humanística de orientación Cognitiva-Existencial basada en el Budismo Zen (acreditada por Institut Terapia Zen Internacional - ITZI, London, UK). Miembro regular de APAEL. Docente, co-fundador y secretario de la Asociación Peruana Carl Rogers (APRC). Miembro co-fundador y docente de la Asociación Latinoamericana de Estudiantes de Psicología Humanística (ALEPH). Actualmente en formación de Psicología Analítica Arquetípica Jungüiana (Sociedad Uruguaya de Psicología Analítica – SUPA, acreditada por International Asociation Analytical Psychology - IAAP). Miembro directivo y coordinador de Psituarte: Centro de Terapia Integral, así como facilitador de Grupos de Encuentro al aire libre y expresiones artísticas. Docente particular de Investigación Fenomenológica-Hermenéutica sobre el Trastorno Límite de la Personalidad y su aplicación psicoterapéutica desde el Análisis Existencial & Logoterapia. Práctica psicológica y psicoterapéutica privada.
[2] Asociación Latinoamericana de Estudiantes de Psicología Humanista –ALEPH – (2014). Diplomado en Psicoterapia Humanista-Existencial (Carl Rogers, Fritz Perls y Viktor Frankl). Lima, Perú.
[3] Querer y apreciar a la singularidad que tenemos frente a nosotros, a esa persona que acude en nuestra ayuda.
[4] Siendo en inglés On becoming a person, es decir, Convirtiéndome en una persona, enfatizando en castellano la importancia de que ser-persona es un proceso más que un resultado.
[5] Thorne (1992) estima la presencia como una posible cuarta condición, de igual valor que las tres condiciones nucleares que propuso Rogers, y Mearns (1997) la considera como una fusión de las condiciones. Sin embargo, podríamos tomar la presencia como una pre-condición a las condiciones relacionales. Rogers dijo en sus últimos años: “Quizá haya algo en los bordes de esas condiciones que es realmente el elemento más importante de la terapia: cuando mi mi-mismo está muy claro y obviamente presente.” Para mayor información, revisar el libro Consultorías y psicoterapias centradas en la persona y experienciales de Alberto Segrega y colaboradores (2014).
[6] Vertiéndose juntas se transforman.
[7] Rogers, C. (2007). El camino del ser. España: Kairós, p. 73
[8] La Programación Neurolingüística (PNL) es un sistema de terapia alternativa (conocido como medicina alternativa o modelo pseudo-científico) que pretende educar a las personas en la consciencia de sí mismos y la comunicación efectiva, proponiendo talentos específicos y modelos necesarios para crear cambios positivos en las conductas mentales y emocionales. Por otro lado, a pesar de su intervención metodológica, Ann Linden de New York Institute, afirma que la PNL declara explorar el funcionamiento del espíritu humano: cómo pensamos, cómo formamos nuestros deseos, nuestros fines y nuestros miedos, cómo nos motivamos, y cómo ligamos nuestras experiencias entre ellas y les damos un sentido.
[9] La colaboración mutua en el proceso y el co-operar como lo que juntos vamos accionando.
[10] Merleau-Ponty, M. (2010). Lo visible y lo invisible. Buenos Aires, Argentina: Nueva Visión, p. 226
[11] Volver a evolucionar nuestra comunicación.
[12] Centrado en el Ego (Yo) y no en el Self (Sí-mismo).
[13] Lo que dices que es tuyo, es tu Yo.
[14] Le decía un padre a sus cuatro hijas.
[15] Suele decirle el padre a su hijo, fomentando muchas veces que esta persona a lo largo de su vida no se permita experimentar la tristeza, como si estuviera mal llorar por algo que provoca sufrimiento.